14 agosto 2011

Sonrisas de ayer

Hoy fue uno de esos domingos. Ésos que te recuerdan a otros domingos. Un déjà vu de un típico fin se semana del 2005, en que recién llevaba el segundo año de la carrera en Córdoba y volvía a menudo a Río Cuarto -no tanto como a Madre le habría gustado, pero…- a pasar un par de días con los míos y las mías, mis lugares y mis perros, la que alguna vez fue mi cama y el que alguna vez fue mi barrio.

De todas formas, este domingo fue diferente.

Temprano en la mañana, en Córdoba Capital, me despierta el encantador chirrido de mi Nokia para decirme que si no me tomaba la ducha a las patadas no iba a llegar a tiempo a la terminal. El sol cordobés todavía no se asomaba por la ventana y yo, con toda la paja del universo y sus incontables galaxias, me tomo un café con leche -recién salido de la ducha y a medias vestido- cagándome de frío en el living del departamento de Hermanas. Después de verificar que tenía mi de-ene-í y el de Agus en el bolsillo, cierro ventanas, doblo acolchados, apago calefacción, lavo taza y cierro puerta con doble vuelta de llave. Minutos más tarde tomo el intercity (en otras palabras, y siendo más fiel a la realidad, la chorrada de los buses Lep) de las 8:15 hrs. en Plaza de las Américas, para llegar a las 11:15 hrs. al Imperio cordobés, gran faro cultural del sur de la Provincia homónima.

Después de tres horas y quince minutos de pura tortura del tiempo que no corre y una tortícolis del séptimo infierno provocada por el traqueteo del bondi, llego a destino y Padre me espera para llevarme directo a votar -gorda, te re banco- al Colegio Comercial.

Río Cuarto, como siempre. Más gris que d’habitude, por culpa de un invierno que todavía no se quiere ir y una primavera que no se anima a aparecer. Las viejas calles de siempre un poco más viejas que antes, las angostas veredas más pobladas que de costumbre, los cepios negocios con sus persianas cerradas y luces apagadas, los jóvenes árboles con sus hojas secas y troncos pálidos. Paisaje de invierno, cielo gris, gente abrigada… la buena música en el auto de Padre se cuela en estos retratos y tiñe todo de ocres y tierras. A Río Cuarto sí que le sienta bien el invierno.

En fin, post-votación, directo a casa para almorzar unos ravioles del tamaño de tortugas de las Galápagos de Madre. Una joyita de recibimiento #gordoirrecuperable. Siguieron a tal monstruoso almuerzo, postrecito casero de Madre, mimos y charlas con los pichos, Skype con Él, peli en la cama, vueltita en auto y demás domingueadas. Todos ellos condimentos que hacen del día del Señor (?) una jornada para procrastinar.

Así es. Estaba nuevamente en la ciudad donde pasé casi quince años de mi vida, la que me dio su acento, la que me enseñó de Sarmiento y funciones cuadráticas, la que me vendió praliné a la salida del curso de inglés, la que me vio volver caminando a casa después de la clase de gimnasia, la que me enseñó a andar en bici y a jugar a la escondida y a la mancha, a la mamá y a la vendedora (wait... what?), y la que finalmente lloró mi partida llegada la hora de empezar la vida universitaria.

Misma ciudad, mismo día de la semana, algunos años de diferencia en el calendario. Esa ciudad hoy me estaba saludando nuevamente con los cielos abiertos y me ayudaba a darme cuenta de que, en el fondo y después de siete años, nos seguíamos queriendo.

Agridulce nostalgia de domingo, ¿será que quizás el hogar propio se encuentra desparramado por los caminos recorridos? No lo sé, pero me gusta la idea de que así pueda ser.




P.D.: ¿Y qué mejor manera de terminar un domingo de recuerdos, que encontrándote por casualidad con una cajita llena de cartas de amor que tus viejos se enviaron dos años antes de tu venida al mundo? #casimuerodesobredosisdeternura.

04 agosto 2011

Quien ríe último...

Domingo: fiesta de cumpleaños. Tema: graduación. Sí, asistí a una Prom de Revancha… revancha por la garcha de fiesta que hicimos en el 2003, supongo. Así es; tuve 17 años de nuevo.

Lo sé, EL horror. Es que, digamos, ¿quién en sus sanos cabales querría revivir esa nefasta edad en que tenías granitos hasta en el culo, una incapacidad cuasi insuperable para comunicarte, veintisiete kilos de más y un post-grado en inutilidad para el deporte / las mujeres (?) / la música / y básicamente cualquier cosa en la que se necesite un mínimo de motricidad? Bueno, parece que yo soy uno de ésos. De ésos que dicen “sí” cuando son invitados a una Prom y no se dan cuenta de que tendrán que volver a enfrentar a esos entrañables personajes que hicieron de sus años de teen los años que en el futuro querrán con seguridad guardar en un cuadernito perfumado de Hello Kitty y dárselo de comer a un cocodrilo del zoológico la próxima vez que pasen cerca del Parque Sarmiento (y observar cómo se deleitan entre babas saboreando sus penas de adolescente).

Pero bueno, ahí estaba yo, preparándome en casa para ir a la bendita Prom, después de despedir a mi prima en la terminal, con lluvia afuera y yo que tenía más ganas de morirme en mi cama que de otra cosa. “¿Qué sorete me pongo encima?, ¿hay que estar ‘lindo de trajecito’ o simplemente ‘lindo de entrecasa de domingo’ es suficiente?”. Después de unos nanosegundos de reflexión, la opción B fue la psico-emocionalmente más saludable, así que ahí me tenías (hacete la imagen): echándome perfumito encima del buzo que había usado todo el día y lavándome los dientes a la velocidad del sonido para tomarme el taxi y no llegar tan tarde al concurrido evento.

¿Regalo? No lo había pensando. Y, conociéndolo al cumpleañero, era todo un temita el que estaba escapándoseme de las manos. Un temita que suele llevarte entre unos días y -si sos cercano- un par de meses de preparación. Resulta que, para hacerla corta, tenías que regalarle una performance (¡qué palabra más chota que está de moda, por Dior!), de lo que sea, lo que se te ocurra… desde una simple cancioncita de karaoke, hasta la más elaborada imitación de Zulma Lobato con show de luces, córeo y efectos especiales. Al teléfono, Fer me dice que sí, que le vamos a regalar ‘lo que surja una vez que estemos sobre el escenario’. No, o sea, no, lo siento, pero no. Ése no soy yo, ¿subirme a un escenario a improvisar? Paso, rotundamente, sin dudarlo. Como mucho, te subo con algo preparado, y cortito, y que no tenga que hablar mucho, y si no se me ve mejor, y si lo puedo hacer atrás del telón ni te cuento (vamos, que otro lo haga por mí y estamos joya). Y si no, seré el único colgado que llevará una triste e impersonal botella de vino marca Pichichus o remera de Bariloche que le compraste a tu primo y nunca le diste. Al final -vergüenza- no fue ni uno ni lo otro (Pablo, si leés esto, estoy en deuda contigo; ya te mandaré el show de la Lobato caserito fatto in casa, grabado con la cam de la notebook). #EsperaloSentado.

En fin, situación: el Gas se baja del taxi en el lugar fijado para el gran rendez-vous y, ya desde afuera, se escucha ‘música promera’; esa música que escuchaste cuando empezabas a afeitarte el bigote o a hacerte la paja, como te guste más. Entiéndase, pues, por música promera: Aqua, Roxette, Brítni y derivados de esa calaña. No que no me guste, claro, pero sí que sigue siendo extraño escuchar esa música en un contexto que te es enteramente ajeno: gente desonocida y, básicamente, gente desconocida de más de 28 años. Pero bueno, ése era el encanto buscado por la Prom con retraso, ¿no? Recordar viejas épocas y hacer de cuenta que uno es un pendejo por un par de horas (que, vamos, a todos nos gusta).

¿Yendo a los bifes? Nada de lo vaticinado por mis predicciones astrológicas (?) sucedió. Desde el momento en que entré al bolichón hasta que me volví a casa, todo se sintió simplemente ‘bien’. Nada de vergüenzas estúpidas de adolescente, nada de miedos al ridículo, nada de esconderse del spotlight para pasar desapercibido. El gordo comió como si hubiese pasado dos períodos glaciales sin probar un sánguche de miga. Le entró también a los bocaditos gourmet (ponele que se llamen así), al lemon pái de ananá -el de frutilla se salvó de que le hincara el diente, gracias a que tenía las manos ocupadas con otros edibles-, a la Pepsi Light, la Seven y como tres tipos diferentes de torta. #Tranqui.

La música, un lujete. Pensada, armada, encadenada. De ésa que te das cuenta fue seleccionada con meticulosa precisión de cirujano. No es que te haya bailado como un enfermito las córeos de las Spice, pero bueno, digamos que las ganas no faltaron.

Hubo todo lo que tiene que haber en una prom: música piola, banda en vivo, coronación de rey y reina y performances de los amigos más cercanos... Entre ellas: Friday de Rebecca Black versión acústica, coreografía de la Gaga con remeras estampadas y todo, compilado de las series de TV de la infancia que veías a escondidas por miedo a que tus viejos se dieran cuenta de que sos maricón, show de baile exótico con la música de Six Feet Under, más videos de freakeadas de los amigos que no pudieron estar presentes, talk-shows varios donde se ponían los trapitos al sol, y demás actuaciones que habrían hecho de mi botella de tinto el peor regalo de cumpleaños ever. Salvo por la falta de ponche #Decepción, en esta prom había todo lo que tenía que haber.

Único -pero no tan insignifficante- detalle: en esta segunda Prom de Revancha, mi cita estaba seguramente roncando como un moomin, a catorcemildoscientoscincuentaitrés kilómetros de distancia. #LaQueTePanConQueso.