10 noviembre 2011

Un chelín y medio


Así es, muchachos; después de siete años de carrera, después de una experiencia -a medias fallida- en el exterior, después de un mes de pololeo (♥) y después de muchas crisis de identidad (materia prima de capítulos venideros), el gordo Gas empezó a trabajar -again-.

Histórico”, dijeran mis amigos.

Es cierto, tuve la suerte que no todos tienen de poder terminar los estudios sin tener que trabajar à côté para poder costeármelos. Así que, teniendo la oportunidad de dedicarme exclusivamente a la facultad, aproveché la situación para recibirme lo antes posible. Y bueno -aunque el durante fue cómodo y placentero- el después salir a la calle con un haber nulo en experiencia es por demás desestabilizador. En criollo, bah, salís en recontramil pelotas a la calle a que te c*jan por todos lados. Te sentís tonto, lento, torpe, ineficaz, tonto de nuevo y demás calificativos de la misma calaña.

Ya con dos meses de trabajo con quien di en llamar la Señora Dragón, estoy alguito más curtido. Y sí, para hacerla corta, digamos que esta jefa me hizo sentir lo que en la facultad escuchaste como algo lejano y ajeno a vos; algo que a vos no te va a pasar. “No servís.” ¡Pero más vale que no!, si recién empiezo a laburar, pedazo de cabrona… más vale que no voy a saber resolver el ordenamiento urbano de un eco-barrio inundable todo yo solito y en dos semanas. Pero bueno, aunque ese trabajo es historia, -mirando el lado positivo de la situación- me di cuenta de lo bien que me hizo pegarme semejante porrazo. “De’ieno en la geta”, muchos -cordobeses- dirían. Así como ir corriendo a toda velocidad por la vereda, enchufado al mp3 y, cuando miraste hacia atrás para relojear un culo digno, ¡PAF! te tragás un poste de luz que parece hecho de ladrillo macizo y revoque grueso... y, mientras alrededor de tu cabeza danzan elefantes rosados con pantaletas de cuero y tachas, la vieja caradeocote que vuelve del súper deja las bolsas en el piso, se saca los ruleros y -mientras literalmente se mea de la risa- te entrega sonriente el Grammy al gil de la década… ¡Claro!, después de un golpe así, ALGO tenés que sacar, no podés quedarte indiferente. Recordemos que “la indiferencia mató al gato” (¿ah?). En fin, algo así resultó siendo: sufrí, pasé vergüenza, me sentí mal, observado, señalado y a la vez solo, pero reaccioné. Me di cuenta, abrí los ojos, pensé.

Esta mujer me hizo reflexionar. Un poco con respecto todo… ¿La arquitectura es para mí? ¿Elegí bien la carrera? ¿Este color de pelo me queda bien? -¡?- ¿Es esta experiencia suficiente para darme cuenta de que esto no es lo mío? ¿Tengo que seguir intentándolo? ¿No será mejor buscar por otro lado? ¿Cuándo es el momento oportuno para tomar la decisión de seguir en la misma ruta o cambiar de dirección? “O me pongo las pilas o no sobrevivo a esta crisis”, pensé. Es el momento de tener los 25 años que ya tengo (y ya se me vienen los 26, #queloparió… ¡y todavía no aprendí a cocinar para mi mera supervivencia!). ¡Bah! No nos desviemos, no nos desviemos.

La cosa es que sí; cuando uno entra en razón -después de que lo charló mil veces con mil personas diferentes desde mil ángulos diferentes- se dice a sí mismo que no es de una persona mentalmente en sus cabales el echar por la borda siete años de estudios universitarios sólo porque una jefa gorda lo hizo llorar. Ahí es cuando uno decide darse nuevas oportunidades de seguir aprendiendo, de volver a fallar, de seguir diciéndose a uno mismo que esto no se acaba con el enmarcado de un diploma, sino que no se acaba nunca. Tan simple -y tan difícil de asimilar- como eso.

Así que acá estoy, dándome nuevas oportunidades, trabajando hace dos meses en un nuevo estudio de arquitectura, y más que satisfecho: con la gente que conocí, con las cosas que aprendo día a día, con el ambiente de trabajo y, sobre todo, conmigo mismo. Porque me estoy dando cuenta de que -si bien me pagan un chelín y medio por 57 horas de trabajo al día y las tareas que desempeño no representan mayor desafío/ni/motivación- estoy superándome y aprendiendo pequeñas cositas… aprendiendo que es sólo cuestión de querer... Cuando se quiere, se hace lo que hace falta para poder. Ojo, hay que querer de verdad, desde el fondo y con convicción. Pero que se puede, SE PUEDE.

Gorda Dragona, chupate esta mandarina.
Nos vemos en los Pritzker Awards.


24 septiembre 2011

El mejor lugar del mundo

Cuando estaba en la escuela primaria, era la secundaria. Cuando estaba en la secundaria, era la universidad. Ahora que se termina la universidad, ¿qué es? ¿Qué sigue? ¿Qué viene después? ¿Cuándo llega la hora de dejar de jugar a la escondida y ponerse los pantalones? ¿Por qué era tanto más fácil antes, cuando lo único que ocupaba nuestra mente era los deberes, los amigos y el fin de semana? Hace ya un buen rato que las preocupaciones cambiaron de orientación -¡en buena hora!- pero uno sigue haciéndose el tonto, mirando a un costado como no queriendo hacerse cargo, esperando que las preguntas que aún no encuentran respuesta se desvanezcan con el viento y lo dejen a uno en paz. No sé qué sigue, y no sé cómo encarar a un monstruo que aún no tiene forma concreta. Es un monstruo de humo que se hace cada vez más y más grande, cubriendo el horizonte casi por completo.

Incertidumbre. Eso. Hoy es de esos días en que el no saber de mañana me tiene de malas.

Verán, con un título en la mano, queriendo independizarme, con un par de viajes en la espalda y empezando un trabajo nuevo, aún me siento como ese Gastoncito que jugaba con caballitos de plástico y dibujaba sirenitas en el borde de su cuaderno, sin mayores preocupaciones que los juguetes en su habitación y su tarea escolar. Y es que a veces es tan, TAN difícil admitir que ya no se tiene 12 años, que ya llegó la hora de otras cosas. Pero es que el miedo puede ser más fuerte; mucho más fuerte. Lo suficiente como para impulsar al llanto; lo suficiente como para hacer tambalear lo que alguna vez fue una firme decisión; lo suficiente como para hacernos sentir culpas y arrepentimientos; lo suficiente como para desear volver a la infancia y buscar cobijo en los brazos de mamá, que nos diría que todo estaría bien mañana.

Errante, vagabundo, nómada. De lugares, de sentimientos, de ideas.

No sé qué va a pasar, ni dónde, ni cómo, ni cuándo. Simplemente no lo sé… A la deriva; me siento como un barquito de papel que viaja por las cunetas de las calles de una ciudad inundada por la lluvia de un verano lleno de dudas. ¿Cuál será ese bendito momento en que las incógnitas empezarán a tomar forma de certezas? ¿Cuál será ese lugar en que los aromas de los rincones oscuros irán haciéndoseme familiares, incluso conocidos? ¿Quiénes serán esas personas que estarán al alcance de la mano para darme un abrazo cuando no tenga los hombros de mamá para descargar las lágrimas de niño devenido en adulto que descubre que las sirenitas no existen? ¿Cuál será el mejor lugar del mundo, el mío, ahí donde las cocinas olerán a desayuno de domingo y las sábanas al perfume de él…? ¿Cuál será el mejor lugar del mundo, ahí donde se es uno y se está a gusto, donde se está a salvo de la crueldad de la soberbia y del azote de la mezquindad? ¿Cuál será ese lugar, donde la vertiginosidad de la carrera disminuye, desacelera y otorga paz de pensamiento y espíritu? Necesito saber. ¡Saber! Saber que estoy haciendo las cosas bien. Saber que estoy yendo hacia ese lugar, que estoy en el buen camino -o al menos en uno de ellos-. Saber que, si bien nunca se está del todo listo para dar el siguiente paso, se deben tomar riesgos, ya que en ellos está el sabor de vivir.

Quizás el mejor lugar del mundo esté siempre fuera de mi alcance, ahí donde no se lo puede palpar, siempre pasitos por delante empujándome a seguir buscándolo. Quizás es mejor que así sea… que el querer tocarlo, alcanzarlo, me lleve siempre a recordar qué es lo que quiero, a no dormirme en la tranquilidad de lo seguro, a no seguir creyendo en sirenitas de cuentos de hadas, a hacerme cargo de mis propias decisiones y saber recoger los frutos de mis siembras, dulces y amargos; a creer sobre todo en mí y en mi capacidad para hacerme feliz.

Quizá la bruma de lo incierto esté siempre delante de nuestros ojos, como una nube cegadora que no nos deja ver con claridad; recordándonos que en la búsqueda y en el esfuerzo por ver está la verdad... y ,en ella, la belleza y la felicidad del descubrir.


PD: Para aquéllos que no saben, la imagen es de la peli "El mejor lugar del mundo". #selasrecomiendo

14 agosto 2011

Sonrisas de ayer

Hoy fue uno de esos domingos. Ésos que te recuerdan a otros domingos. Un déjà vu de un típico fin se semana del 2005, en que recién llevaba el segundo año de la carrera en Córdoba y volvía a menudo a Río Cuarto -no tanto como a Madre le habría gustado, pero…- a pasar un par de días con los míos y las mías, mis lugares y mis perros, la que alguna vez fue mi cama y el que alguna vez fue mi barrio.

De todas formas, este domingo fue diferente.

Temprano en la mañana, en Córdoba Capital, me despierta el encantador chirrido de mi Nokia para decirme que si no me tomaba la ducha a las patadas no iba a llegar a tiempo a la terminal. El sol cordobés todavía no se asomaba por la ventana y yo, con toda la paja del universo y sus incontables galaxias, me tomo un café con leche -recién salido de la ducha y a medias vestido- cagándome de frío en el living del departamento de Hermanas. Después de verificar que tenía mi de-ene-í y el de Agus en el bolsillo, cierro ventanas, doblo acolchados, apago calefacción, lavo taza y cierro puerta con doble vuelta de llave. Minutos más tarde tomo el intercity (en otras palabras, y siendo más fiel a la realidad, la chorrada de los buses Lep) de las 8:15 hrs. en Plaza de las Américas, para llegar a las 11:15 hrs. al Imperio cordobés, gran faro cultural del sur de la Provincia homónima.

Después de tres horas y quince minutos de pura tortura del tiempo que no corre y una tortícolis del séptimo infierno provocada por el traqueteo del bondi, llego a destino y Padre me espera para llevarme directo a votar -gorda, te re banco- al Colegio Comercial.

Río Cuarto, como siempre. Más gris que d’habitude, por culpa de un invierno que todavía no se quiere ir y una primavera que no se anima a aparecer. Las viejas calles de siempre un poco más viejas que antes, las angostas veredas más pobladas que de costumbre, los cepios negocios con sus persianas cerradas y luces apagadas, los jóvenes árboles con sus hojas secas y troncos pálidos. Paisaje de invierno, cielo gris, gente abrigada… la buena música en el auto de Padre se cuela en estos retratos y tiñe todo de ocres y tierras. A Río Cuarto sí que le sienta bien el invierno.

En fin, post-votación, directo a casa para almorzar unos ravioles del tamaño de tortugas de las Galápagos de Madre. Una joyita de recibimiento #gordoirrecuperable. Siguieron a tal monstruoso almuerzo, postrecito casero de Madre, mimos y charlas con los pichos, Skype con Él, peli en la cama, vueltita en auto y demás domingueadas. Todos ellos condimentos que hacen del día del Señor (?) una jornada para procrastinar.

Así es. Estaba nuevamente en la ciudad donde pasé casi quince años de mi vida, la que me dio su acento, la que me enseñó de Sarmiento y funciones cuadráticas, la que me vendió praliné a la salida del curso de inglés, la que me vio volver caminando a casa después de la clase de gimnasia, la que me enseñó a andar en bici y a jugar a la escondida y a la mancha, a la mamá y a la vendedora (wait... what?), y la que finalmente lloró mi partida llegada la hora de empezar la vida universitaria.

Misma ciudad, mismo día de la semana, algunos años de diferencia en el calendario. Esa ciudad hoy me estaba saludando nuevamente con los cielos abiertos y me ayudaba a darme cuenta de que, en el fondo y después de siete años, nos seguíamos queriendo.

Agridulce nostalgia de domingo, ¿será que quizás el hogar propio se encuentra desparramado por los caminos recorridos? No lo sé, pero me gusta la idea de que así pueda ser.




P.D.: ¿Y qué mejor manera de terminar un domingo de recuerdos, que encontrándote por casualidad con una cajita llena de cartas de amor que tus viejos se enviaron dos años antes de tu venida al mundo? #casimuerodesobredosisdeternura.

04 agosto 2011

Quien ríe último...

Domingo: fiesta de cumpleaños. Tema: graduación. Sí, asistí a una Prom de Revancha… revancha por la garcha de fiesta que hicimos en el 2003, supongo. Así es; tuve 17 años de nuevo.

Lo sé, EL horror. Es que, digamos, ¿quién en sus sanos cabales querría revivir esa nefasta edad en que tenías granitos hasta en el culo, una incapacidad cuasi insuperable para comunicarte, veintisiete kilos de más y un post-grado en inutilidad para el deporte / las mujeres (?) / la música / y básicamente cualquier cosa en la que se necesite un mínimo de motricidad? Bueno, parece que yo soy uno de ésos. De ésos que dicen “sí” cuando son invitados a una Prom y no se dan cuenta de que tendrán que volver a enfrentar a esos entrañables personajes que hicieron de sus años de teen los años que en el futuro querrán con seguridad guardar en un cuadernito perfumado de Hello Kitty y dárselo de comer a un cocodrilo del zoológico la próxima vez que pasen cerca del Parque Sarmiento (y observar cómo se deleitan entre babas saboreando sus penas de adolescente).

Pero bueno, ahí estaba yo, preparándome en casa para ir a la bendita Prom, después de despedir a mi prima en la terminal, con lluvia afuera y yo que tenía más ganas de morirme en mi cama que de otra cosa. “¿Qué sorete me pongo encima?, ¿hay que estar ‘lindo de trajecito’ o simplemente ‘lindo de entrecasa de domingo’ es suficiente?”. Después de unos nanosegundos de reflexión, la opción B fue la psico-emocionalmente más saludable, así que ahí me tenías (hacete la imagen): echándome perfumito encima del buzo que había usado todo el día y lavándome los dientes a la velocidad del sonido para tomarme el taxi y no llegar tan tarde al concurrido evento.

¿Regalo? No lo había pensando. Y, conociéndolo al cumpleañero, era todo un temita el que estaba escapándoseme de las manos. Un temita que suele llevarte entre unos días y -si sos cercano- un par de meses de preparación. Resulta que, para hacerla corta, tenías que regalarle una performance (¡qué palabra más chota que está de moda, por Dior!), de lo que sea, lo que se te ocurra… desde una simple cancioncita de karaoke, hasta la más elaborada imitación de Zulma Lobato con show de luces, córeo y efectos especiales. Al teléfono, Fer me dice que sí, que le vamos a regalar ‘lo que surja una vez que estemos sobre el escenario’. No, o sea, no, lo siento, pero no. Ése no soy yo, ¿subirme a un escenario a improvisar? Paso, rotundamente, sin dudarlo. Como mucho, te subo con algo preparado, y cortito, y que no tenga que hablar mucho, y si no se me ve mejor, y si lo puedo hacer atrás del telón ni te cuento (vamos, que otro lo haga por mí y estamos joya). Y si no, seré el único colgado que llevará una triste e impersonal botella de vino marca Pichichus o remera de Bariloche que le compraste a tu primo y nunca le diste. Al final -vergüenza- no fue ni uno ni lo otro (Pablo, si leés esto, estoy en deuda contigo; ya te mandaré el show de la Lobato caserito fatto in casa, grabado con la cam de la notebook). #EsperaloSentado.

En fin, situación: el Gas se baja del taxi en el lugar fijado para el gran rendez-vous y, ya desde afuera, se escucha ‘música promera’; esa música que escuchaste cuando empezabas a afeitarte el bigote o a hacerte la paja, como te guste más. Entiéndase, pues, por música promera: Aqua, Roxette, Brítni y derivados de esa calaña. No que no me guste, claro, pero sí que sigue siendo extraño escuchar esa música en un contexto que te es enteramente ajeno: gente desonocida y, básicamente, gente desconocida de más de 28 años. Pero bueno, ése era el encanto buscado por la Prom con retraso, ¿no? Recordar viejas épocas y hacer de cuenta que uno es un pendejo por un par de horas (que, vamos, a todos nos gusta).

¿Yendo a los bifes? Nada de lo vaticinado por mis predicciones astrológicas (?) sucedió. Desde el momento en que entré al bolichón hasta que me volví a casa, todo se sintió simplemente ‘bien’. Nada de vergüenzas estúpidas de adolescente, nada de miedos al ridículo, nada de esconderse del spotlight para pasar desapercibido. El gordo comió como si hubiese pasado dos períodos glaciales sin probar un sánguche de miga. Le entró también a los bocaditos gourmet (ponele que se llamen así), al lemon pái de ananá -el de frutilla se salvó de que le hincara el diente, gracias a que tenía las manos ocupadas con otros edibles-, a la Pepsi Light, la Seven y como tres tipos diferentes de torta. #Tranqui.

La música, un lujete. Pensada, armada, encadenada. De ésa que te das cuenta fue seleccionada con meticulosa precisión de cirujano. No es que te haya bailado como un enfermito las córeos de las Spice, pero bueno, digamos que las ganas no faltaron.

Hubo todo lo que tiene que haber en una prom: música piola, banda en vivo, coronación de rey y reina y performances de los amigos más cercanos... Entre ellas: Friday de Rebecca Black versión acústica, coreografía de la Gaga con remeras estampadas y todo, compilado de las series de TV de la infancia que veías a escondidas por miedo a que tus viejos se dieran cuenta de que sos maricón, show de baile exótico con la música de Six Feet Under, más videos de freakeadas de los amigos que no pudieron estar presentes, talk-shows varios donde se ponían los trapitos al sol, y demás actuaciones que habrían hecho de mi botella de tinto el peor regalo de cumpleaños ever. Salvo por la falta de ponche #Decepción, en esta prom había todo lo que tenía que haber.

Único -pero no tan insignifficante- detalle: en esta segunda Prom de Revancha, mi cita estaba seguramente roncando como un moomin, a catorcemildoscientoscincuentaitrés kilómetros de distancia. #LaQueTePanConQueso.



27 julio 2011

Lagarto (no tan) terrible

Yo no estoy meado por un elefante, no no… estoy meado por una manada de Tiranoraurios Rex que viene de tomarse toda la Heineken que tienen en stock en el súper del Walmart. Así te lo digo. Y es que no terminaba la semana de preaviso para poder tomarme el palo del laburo, que lo conozco a él; sí, a él. Y el Gas, ahora, sin visa (y posibilidades de laburo, ni por asomo) se quiere cortar lasquetejédi. Como un relojito suizo: el viernes dejé el laburo y el sábado conocí a la razón por la cual voy a querer quedarme en Lausanne. Tres hurras por mí. Yey...

Pero así es la vida; no me quejo, más bien le estoy agradecido. A fin de cuentas, fue mi decisión dejar el trabajo -y estoy feliz de haberlo hecho- incluso si el no tener trabajo me puso en la situación de tener que volverme a Argentina por indocumentado. ¿Quién -en su sano juicio- no querría poner su bienestar psico-emocional por delante de un simple permiso de trabajo? No sé, capaz alguien está dispuesto. No me importa. YO, no.

En fin, quizás fui a Suiza buscando algo que creía conocido y terminé encontrándome con otro algo que no me esperaba, para nada. Algo infinitamente mejor  que un permiso de trabajo. Algo que, después del llanto de la humillación en el trabajo, supo hacerme sonreír a la luz de las lamparitas del bar donde me invitó la primera cerveza. Algo que me abrió la puerta de su casa, me convidó con sus tostadas sin mermelada y jugo de naranja y me dio una toalla seca y un cepillo de dientes. Algo que me tomó de la mano y me besó, llevándome a la luna en un cohete de canciones de Agnes Obel y miradas fugaces por las callecitas de Estrasburgo. Algo que, en un mes, supo metérseme bien adentro y que -hasta el día de hoy- sigue enviándome mensajitos que atraviesan el océano y me roban sonrisas en francés.

A ese algo: merci infiniment.



PD: Empecé este post con un tono jocoso y lo terminé con una especie de poesía de cabotaje. #SosDeCuartaGas.

PD2: A los Tiranosaurios que me mearon, sepan que no funcionó. #LesDirigeUnGestoObseno.

Helvetofobia

Así es; en el país de Heidi, el chocolate, los relojes y el queso, los extranjeros no son tan bienvenidos. En realidad, desde que Suiza entró al Espacio Schengen -una especie de Mercosur-, la cosa está más complicada que antes (y si sos argento, MÁS). ¿Por qué? Porque ahora, cuando entrás al país, te ponen un sellito “Schengen” cuando antes de ponían uno suizo. ¿Y qué quiere decir? Que tenés tres meses (como turista) para visitar Suiza -y cualquier otro país que participe del espacio Schengen- y una vez que se acabó el plazo, no podés salir a ningún país vecino y volver a entrar a Suiza para que te renueven el período de turista. Y no hay tu tíase te acabó el dulce de leche, y se te acabó el dulce de leche; no hay cucharita raspadora de fondo que valga. Básicamente, tenés que tomarte el palo.

Y bueno, fue lo que me pasó a mí. ¿Resumiendo? Me tomé el buque para Suiza (aunque es un país mediterráneo, cuák) el 14 de Abril de 2011-un día después de mi cumpleaños nº 25 y dos después de la presentación de mi tesis de arquitecto-. En Lausanne, hermosa Lausanne, me encontré un departamento compartido (algo que en la lengua de Sartre, de Descartes y de la Bruni se designa con la palabra “colocation”, co-, -location, o sea, co-location… yyy, eso) con dos chicos: Jeremy y Benjamin. A todo esto, Benjamin resultó conocer a mi prima suiza Florence de un viaje por Australia #LeMondeEstPetit. En fin, el departamento: bello. En el 3º piso (¡sin ascensor!), la primer puerta a la izquierda, la que tiene un estíquer que reza “la vie est belle”. En efecto, la vie est belle. Tres habitaciones, un salón, una cocina comedor -¿con un sofá?- y un baño (donde perdía valiosos minutos leyendo Garfield, en français). Tenía mi propia habitación, vacía, pero mía al fin; con una gran ventana a la calle -la Rue Couchirard- frente a un complejo de departamentos de lo más táp y un supermercado -Coop- donde me compraba todo tipo de congelados para la cena. Por suerte, lo conseguí bastante rápido, y la mudanza no fue tan dura: cama prestada de mi primo Sébastien, armario que me cayó de arriba de Nadine -la ex colocataria cuya habitación estaba yo ahora habitando-, una bibliotequita vintage hermosa de madera que me compré (junto con dos sillas, 18 prehistóricos VHS, una plantita, y 1,73 kg de libros) que me salió cerca de 30 francos suizos #LaGangaDeTuVida. Rápidamente estaba tomando formita; vamos, formita de habitación de extranjero recién mudado, algo laucha y con poco cash. Pero yo estaba cómodo, que es en definitiva lo que importa.

Con el correr de los días me fui reencontrando con viejas amistades del 2008, de cuando había estudiado en la École Polytechnique Fédérale de Lausanne (de acá en más, la EPFL, o epéefél). ¿Para qué contarles más? Zoe se encargó de llevarme por los antros más oscuros de la ciudad; recorrí los rincones más sospechosos y turbios del circuito de la droga, la prostitución y… pará, no… cierto que no hice eso (¿?). Bueno, digamos simplemente que Zoe me llevó por el adictivo camino de los apéros (una especie de picadita con cerveza, mucha cerveza, y algo más de cerveza). Hermosos y prolongados apéros en el “Great Escape” -el bar que no te querés perder cuando conozcas Lausanne- sépanlo: los extraño.

En fin, foto por acá, foto por allá. A las 3 semanas de subir y bajar callecitas ya conocía Lausanne como la palma de mi mano (lo que no impidió que me perdiera un par de veces y tuviera que pedir indicaciones a los borrachos de la Place de la Riponne; claro, balbuceando en francés Y borrachos, poca ayuda podían representar estos sujetos). Así que por ahí lo veías al Gas, con su mochila azul -y su plano de Lausanne en uno de los bolsillos-, de acá para allá, de allá para acá, sacando fotos (repetidas) de casi cualquier esquinita que le resultara simpaticona. Claro, Lausanne está al borde del Lac Léman, en una pendiente pronunciada que hace de sus callecitas un hermoso laberinto que sube y baja constantemente -y que hace, a su vez, de los lausanneses y las lausannesas los mejores culos y gambas de la historia de las tierras helvéticas-. He dicho.

Así, con departamento bajo el brazo y con la laberíntica Lausanne en mi torrente sanguíneo, estaba listo para dedicarme cien por ciento al laburo (bueno, capaz no 100%). Claro, mi avión llegó el 14 a Genève, y el 15 ya empecé a trabajar, como el buen chico que soy -¡!-. En un pequeño (pero ojo, ¡reputado!) estudio de arquitectura de Pully, en las cercanías del centro de Lausanne, empecé a hacer una especie de pasantía para la arquitecta que me había dado una mano vía e-mail con mi tesis de grado. Empezaba a laburar a las 8:30 hrs. (buen horario, no me quejo), clavaba pausa à midi para comer alguna triste ensalada (o, en su defecto, una quiche lorraine) en la Migros -otra de las cadenas suizas de supermercados- y salía de ahí a las 18:30 hrs. Ahí trabajaban mis dos jefes (una pareja, ella argenta, él heidiano), un dibujante y yo, básicamente. Y digamos, para no hacerla tan larga, que salió todo como el ojete; sí, así, como el ojete. El ambiente en el laburo se ponía -todos los días- súper tenso, el estrés reinaba y el caos podía desatarse del más inocente batir de alas de una mariposa. Fue tú mách y decidí -después de dos eternos meses- dejar. Ahora, imagen: el Gas con lágrimas en los ojos, temblando como gelatina sin sabor, tratando de articular -en el más pulcro francés- las palabras correctas para hacerles entender a mis jefes que me iba por culpa del ambiente del orto que había en la oficina, y ellos con cara de póker como la Gaga, diciéndome -en el inentendible dialecto del Valais- que si no me lo había bancado era “probablemente porque yo no estaba hecho para la arquitectura”. Lo dejo a tu criterio. Yo, voy a dejarlo ahí, porque si no me pongo agresivo (y, además, las paredes hablan y éste es un blog público). Acomodé mi escritorio y a la semanita me tomé el palazo.

Y así, básicamente, es como me quedé sin visa de trabajo. ¿Y qué pasa cuando no tenés visa de trabajo en Suiza? Tenés que volverte a casita, o -en su defecto- esperar a que la Guardia Suiza abandone el Vaticano para venir a pegarte una patada voladora en el tujes para que llegues con seguridad a las Américas de tus pagos.

¿Y qué hice con el tercer mes que tenía como turista? Ésa, querido lector, es otra historia. Y bancá, que acá se pone interesante.


25 julio 2011

Volver

Hace casi dos semanas que estoy de regreso en Córdoba -los detalles de dónde estaba antes de estar acá serán expuestos en capítulos venideros-. En fin, dos semanas, eso. Y hace un frío ruso que te querés cortar las pelotas y tejerles una bufandita al crochet, una a cada una. Y yo que venía diciéndole a Alex: “Oi, no sabés las ganas que tengo de dormir tapadito hasta las orejas, despertarme y ver las ventanas empañadas y tomarme una cheche con chocolate y facturas de La Pana y llenar la cama de migas”. ¿Y? Acá está, Gastón, el frío que querías, ¿qué vas a hacer con él? ¿No era que “te gustaba”? Bueno, sí, me gusta. Me gusta para estar encerrado en casa, dormir como si fuera el último día de mi vida y pegarme el atracón del siglo con los Toblerone que me traje de allá... no para, básicamente, cualquier otra cosa que no involucre los antes mencionados elementos.

Muchos dirán: “Gas, la bolsa de agua caliente es de tu hermana, y es rosa.”; y bien ¿cuál hay? Las ganas que tenés vos mismo de clavar bolsita de agüita calentita antes de meter los pies en las gélidas profundidades de una cama que no se decide entre Perito Moreno y Laponia finlandesa, ¿eh? Vamos, que somos pocos y nos conocemos mucho.

Otros dirán que salir a la calle se transforma en una aventura; con algo de suerte, la tormenta de tierra que azotó a Córdoba esta tarde no te vuela la peluca. Ahora, dejame a mí decirte: con algo menos de suerte, te toca escurrir el piso del departamento de tus hermanas porque la ducha que te pegaste esta mañana duró más de lo debido e inundaste los 35 m2 del departamento -claro, porque la rejilla está hasta el tuje de pelo de mujer- y te cagás de frío porque trapeaste con la toalla en la cintura, antes de que se mojen todos los muebles de madera… O si no, tenés que armarte de todo el coraje que no tenés para bajar de noche a comprar papel higiénico a la despensita de la esquina porque te quedaste sin servilletas para comer las pizzas caseras que hiciste con los pocos gramos de mantecoso que tenías a mano y que, encima, se te quemaron por boludear con Facebook como excusa para no salir de casa.

Al final, terminé comprándome un par de guantes -carmín, obvio, para que hagan juego con la Ansilta que me regaló mi viejo hace bocha (¿?)-, de ésos bien berreta que a primera vista parecen de telita polar, pero terminan siendo apenas más calentitos que unos hechos de papel de arroz.

Aprovecho, pues, la ocasión para pedir disculpas por los repentinos cambios de "plan cerveza" por "plan abuela". Es que así me pongo cuando son éstas las condiciones. #SeñoraMayorModeOn.

Invierno, lindo invierno, pasate rápido, porfi.
De todas formas está decidido: el próximo, no te lo duermo como Liz (Solari) ni a ganchos.
Amén.


¿Un café?

Hoy tenía ganas de escribir. No sé por qué. Quizás fue el día que tuve, quizás algo que leí por ahí sin darme cuenta, quizás fue algo que estuvo siempre ahí dando vueltas, esperando el día en que me decidiría a abrir mi propio espacio para escribir boludeces -o no tanto-. Qué sé yo. Hoy estoy acá. Así que te digo hola. Hola lector, hola lectora. Un gusto que te pasés.

"De gatos y luciérnagas" es un espacio para que yo, Gastón -o Tona, como los sinvergüenzas de mis amigos me llaman en la intimidad-, pueda volcar un poco todo lo que se me cruza por el mate (vamos, mandar fruta)… y para que vos, anónimo desconocido o fiel amigo, te acerqués a conocerme y compartir mis felicidades y desgracias, mis locuras y desaciertos, mis mocazos y mis sonrisas.


Así que vení, hacete amigo y quedate si tenés ganas. Éste es mi salón y mi dormitorio, mi cocina y mi baño, mi patio y mi terraza. Puede que esté un poco desordenado, pero es acogedor si lo mirás con cariño y -si prestás atención- puede que hasta veas las luciérnagas que se esconden en las penumbras de mis sanos delirios. ¿Cafecito?